En un momento en que Europa comenzaba a mirar de reojo hacia el crepúsculo del Renacimiento, Paolo Veronese alzaba su pincel como si fuera un báculo de luz. Lo hizo con una elegancia sin igual, con una teatralidad calculada, con el dominio del color que solo los grandes heredan. Ahora, cinco siglos después, el Museo Nacional del Prado le dedica —por fin— la gran exposición monográfica que merecía: Paolo Veronese (1528–1588).
La muestra que, estará disponible hasta el 21 de septiembre, no solo rinde homenaje a su genio, sino que propone un viaje fascinante por su universo artístico. Un universo en el que la pintura no era mera representación, sino arquitectura, poesía y alegoría a partes iguales. Un teatro majestuoso donde los protagonistas no son solo santos o héroes mitológicos, sino también la luz, el mármol, los tejidos, el silencio entre las palabras.
Comisariada por Miguel Falomir, director del Museo del Prado, y Enrico Maria dal Pozzolo, profesor de la Università degli Studi di Verona, la exposición reúne más de cien obras provenientes de algunos de los templos más sagrados del arte: el Louvre, el Metropolitan Museum, la National Gallery de Londres, los Uffizi, el Kunsthistorisches Museum de Viena… y, por supuesto, las propias colecciones del Prado.
El resultado es un diálogo coral entre lienzos que nunca antes habían coincidido. Una sinfonía visual que recorre seis secciones temáticas y cronológicas, desde los días de formación en Verona hasta el crepúsculo de su carrera, donde el color se torna más sombrío y la luz adquiere una dimensión simbólica, casi mística.

La Sagrada Familia, conocida como La Perla
Rafael
Óleo sobre tabla, 147,4 × 116 cm h. 1518
Madrid, Museo Nacional del Prado
MITO, MÁSCARA Y REFUGIO
Veronese no fue un pintor cualquiera. Fue el gran escenógrafo de Venecia en su momento más ambiguo: cuando la ciudad brillaba hacia afuera mientras en su interior germinaban las tensiones religiosas y los síntomas de decadencia. Sus fastuosas Cenas no eran sólo banquetes bíblicos, sino espejos en los que la nobleza veneciana se reconocía, entre columnas corintias y sedas orientales, como heredera de Roma y señora del mundo.
Con una maestría insólita, Veronese convirtió la pintura en refugio y en símbolo. Frente al dramatismo de Tintoretto o la sensualidad de Tiziano, él ofreció una visión ordenada, refinada, casi diplomática de lo humano y lo divino. Su arte era un equilibrio entre la grandiosidad y la gracia, entre la arquitectura y la carne, entre lo eterno y lo cotidiano.

La sala de exposiciones de Paolo Veronese (1528–1588)
La exposición ahonda también en el modo de hacer del pintor, que dirigía uno de los obradores más eficientes del Renacimiento. Su dominio del dibujo, su capacidad para sistematizar modelos sin perder frescura, y su inteligencia para delegar sin diluir su estilo, lo convirtieron en un verdadero director de orquesta artística.
En los espacios dedicados a la alegoría y la mitología, emerge su capacidad para dialogar con los textos clásicos y con el imaginario de las élites, lo que le permitió rivalizar —e incluso superar— a Tiziano en la conquista del favor aristocrático. Su legado, además, no terminó con su muerte: la sección final de la muestra explora cómo su eco resonó en artistas tan diversos como El Greco, Rubens, Velázquez, Delacroix o Cézanne.

La conversión de María Magdalena
Paolo Veronese
Óleo sobre lienzo, 117,5 × 163,5 cm h.
1548 Londres, The National Gallery,
Wynn Ellis Bequest, 1876
UNA CULMINACIÓN DE DÉCADAS DE ESTUDIO
Con esta exposición, el Museo del Prado culmina más de veinte años de investigación dedicados a la pintura veneciana, una de las piedras angulares de su colección. Tras las muestras dedicadas a los Bassano, Tiziano, Tintoretto o Lotto, Veronese viene a ocupar el lugar que siempre mereció: el del artista total, el del pintor que logró que la belleza habitara en cada pliegue, en cada rostro, en cada columna.
Paolo Veronese (1528–1588) no es solo una exposición. Es una celebración. Una invitación a contemplar cómo el arte, incluso en los días inciertos, puede reinventar el mundo con un pincel. Y cómo, a través de él, Venecia sigue brillando —eternamente— en cada mirada.

Cristo en el huerto de los Olivos
Paolo Veronese
Óleo sobre lienzo,
81,8 x 106,5 cm h. – 1582-83
Milán, Pinacoteca di Brera