¿Condenados a lo peor?

“No hay límite para lo peor”, sostiene un proverbio. Personalmente, nunca he creído mucho en eso, porque siempre he pensado que si “la rueda gira”, no puede hacerlo siempre en una sola dirección. Por lo tanto, estoy convencido de que, tarde o temprano, lo mejor puede, y de hecho debe, llegar. Pero en las últimas semanas, cuando la escalada de guerras en Medio Oriente se ha vuelto cada vez más intensa, sin mencionar el conflicto que lleva más de tres años consumiéndose en Ucrania, me he preguntado: “Está bien, pero ¿cuándo llegará?” ¿Cuándo podremos estar mejor?
Durante la pandemia, todos pensamos que habíamos tocado fondo en nuestros miedos, y en ese caso —salvo delirios conspirativos— fue, en el peor de los casos, un error de laboratorio, y en el mejor, una broma de la naturaleza. Ahora, en cambio, estamos lidiando con la locura del hombre, un ser —es decir, nosotros— que pensábamos al menos en parte pacificado, civilizado, humanizado. Y sin embargo… Sin embargo, nos encontramos enfrentándonos a la amenaza de un conflicto nuclear.Entonces me dije que quizá deberíamos empezar a acostumbrarnos a una nueva normalidad, una normalidad en la que las personas, las comunidades, las organizaciones, las empresas y los propios Estados deben elevar su nivel de alerta sin dar nada por sentado. No hay democracia que valga si los ciudadanos no aprenden a ganarla y defenderla con su voto consciente; no hay comunidad que valga si no se cuida a los más débiles (¿recuerdan la regla? “una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil”); no hay organización —ya sean locales o supranacionales, desde la UE hasta la ONU— que valga si no reivindican y hacen respetar sus principios fundamentales; no hay empresa que valga si tiene la cobardía de sentirse por encima de las reglas, es decir, si piensa que puede producir sin asumir la responsabilidad política (en términos de repercusiones sociales, culturales, educativas y, sólo en última instancia, económicas) de sus acciones; no hay Estado que valga si no es capaz de mantener una visión más amplia que el territorio que administra, porque sus acciones tienen repercusiones más amplias, tanto en el espacio como en el tiempo.

Temo que, si no elevamos nuestro nivel de vigilancia con respeto hacia todo y todos, estaremos condenados a seguir viviendo en lo peor, y a ser condenados por no haber hecho nada para contribuir a construir lo mejor.

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